Una habitación, mil historias. Una cama sin hacer durante casi dos semanas. Sea quien sea el huésped se puede intuir que no ha dormido mucho, y no ha salido para nada. Latas y botellas de Coca-Cola por todo el suelo y amontonadas en una papelera, vasos de plástico con la espuma aún del café no terminado. Un cenicero sin oficio, pues las colillas y la ceniza inundaban cada rincón del siniestro dormitorio, pegándose a tus calcetines y creando una alfombra gris mugrienta. Sin embargo los armarios y cajones estaban intactos, la ropa seguía planchada, cosa rara. Las estanterías ordenadas y los zapatos colocados.
Había una perfecta razón para este caos. Un hombre.
Un hombre frustrado, obsesionado. Un hombre distinto a todos los demás. Sin complejos ni prejuicios, con corazón y cerebro. Alguien escondido de la sociedad por miedo al contagio y refugiado en su propio mundo. Solo él y su eterno compañero, el único que le entiende, que le ayuda, que le espera y le consuela. El único que le hace sentirse bien, sentir placer, sentir que ahí fuera hay algo más que tierra y cielo. En el único en el que confía y al único al que escucha.
Y es que, al fin y al cabo, él es solamente es un hombre sentado frente a un piano intentando contar una historia, su historia.
miércoles, 26 de mayo de 2010
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